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Colecho: si, no y por qué

  • Foto del escritor: Gabriela Borraccetti
    Gabriela Borraccetti
  • 16 jul
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 18 jul

Es fundamental habilitar espacios para la ternura: los personales, los compartidos, los exclusivos y, en general, todos aquellos que permiten reconocer con naturalidad los deberes y los derechos, los sí y los no, la obediencia y la transgresión. Todo eso forma parte de un crecimiento pleno y saludable.

Cuando en psicología hablamos de límites y espacios, no nos referimos a prohibiciones, retos ni castigos, sino a la manera más sana y natural de establecer diferencias que ayudan a no criar a un ser lleno de caprichos, incapaz de tolerar frustraciones y con una gran labilidad emocional, que no sepa dónde terminan sus derechos —su espacio, su cuerpo, sus sentimientos, su privacidad— y dónde comienzan los de los demás.



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El colecho muchas veces llena vacíos en los padres o entre ellos, pero no ayuda al niño a crecer. Su llegada al mundo marca justamente el inicio del aprendizaje de una vida independiente del útero que lo contenía y alimentaba. Una vez fuera de ese mundo acuático y nutritivo, mamá seguirá cuidando y alimentando, pero sin el «cordón». Ya no habrá una unión física, sino una cercanía afectiva que, a pesar de lo envolvente, dejará en evidencia la otredad, el ser un cuerpo aparte. Y esa conciencia de otredad es necesaria para que el niño comience a reconocerse como individuo distinto, no como prolongación de otro.

El colecho suele ser sumamente cómodo, pero no para el niño, sino para que los adultos puedan descansar sin levantarse ante su llanto por hambre, incomodidad, frío o calor.


En muchos casos, los padres lo adoptan no sólo por comodidad, sino también por el temor de que el niño se sienta abandonado, por culpa ante las largas ausencias diarias o por la creencia (muy difundida) de que es una práctica más «natural» o amorosa, heredera de las manadas animales o de costumbres tradicionales. Sin embargo, la realidad es que el colecho responde más a necesidades emocionales de los adultos que a necesidades reales del niño.

Si no resistimos la tentación de este «parche» de solución inmediata —que alivia nuestro cansancio o nuestro propio dolor por la separación—, más adelante el niño no sabrá dormir sin sentir que ha sido expulsado. O peor aún: creerá que tiene derecho a decidir cuándo sus padres pueden o no tener intimidad, porque él «pertenece» y participa de ella. No es raro ver, cuando crecen, que vigilen nerviosos cuando la puerta de sus padres se cierra o que ni siquiera sepan cerrar la suya propia.

Con los años, ese hábito nocturno, presentado hoy como símbolo de amor y protección, termina llevando el sello de «la manada», donde todos duermen juntos. La intimidad se neutraliza, el sueño se hace difícil sin luces encendidas ni negociaciones nocturnas para que acepte que tiene un sitio propio, que de ningún modo significa «exclusión».

Además, prolongar el colecho puede generar otras dificultades, menos visibles al principio:

  • Ansiedad de separación prolongada, con miedo a quedarse solo incluso durante el día.

  • Dificultades para conciliar el sueño en otros lugares, como la casa de amigos, campamentos o viajes.

  • Problemas en la construcción de la autonomía corporal y en el respeto por los propios límites y los de los demás.

  • Invasión del espacio de la pareja, que mina el vínculo afectivo y sexual, poniendo en riesgo la salud emocional familiar a largo plazo.

Sé que vivimos tiempos en los que se ha popularizado la idea de que el colecho protege al niño y compensa el tiempo en que no podemos abrazarlo. Pero al niño no se lo protege poniéndolo a dormir como un peluche al lado de dos adultos. Eso tampoco es del todo seguro para él.

Además, necesita aprender que sus padres no forman parte de él, que cada uno es un ser con su propio lugar, su individualidad y sus límites. Y que esos adultos que lo cuidan no tienen —ni deben tener— la función de un ansiolítico sin el cual no puede conciliar el sueño.


Es cierto que pasamos mucho tiempo fuera de casa, y por eso elegimos compensar la ausencia con el tiempo de descanso. Pero ese es justamente el momento para aprender por primera vez que ocupamos un lugar único en la vida, y que merecemos respeto por nuestra privacidad. Hoy, sin embargo, eso se percibe como una terrible «falta». Y a la mañana siguiente, el niño igualmente va a parar a la casa de alguien más, a un jardín maternal o a un kinder, porque en casa no hay quien juegue, cuide y comparta con él. Pareciera que nos falta coherencia, o que hemos normalizado que los hijos los tenemos nosotros, pero los educan y cuidan otros… salvo por la noche.


Pensalo. La comodidad de hoy o la culpa por dejarlo tantas horas con otros no se compensan con el colecho. Todo lo contrario: lo agravan.Si no querés que mañana tu cama siga siendo un barco al que todos suben; si deseás conservar un espacio para hablar, discutir, reconciliarte o tener intimidad con tu pareja; si querés que tus hijos aprendan a dormir tranquilos, sin luces encendidas ni puertas abiertas, y que sepan cuándo cerrar la suya, empezá a ver que una cuna no es una prisión ni un abandono.

Es el primer espacio que tu hijo debe reconocer como propio.



Gabriela Borraccetti

Psicóloga Clínica

M. N. 16814


* Gabriela Borraccetti (n. 1965, Vicente López, Buenos Aires), es licenciada en Psicología por la Universidad Argentina John F. Kennedy. De extensa trayectoria profesional, ejerce como psicóloga clínica especializada en el diagnóstico y tratamiento de la angustia, el estrés, los temas de la sexualidad y los conflictos derivados de situaciones familiares, de pareja y laborales. Es, además; poetisa, cuentista, artista plástica y astróloga.

2 comentarios

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Marce
17 jul
Obtuvo 5 de 5 estrellas.

Muy bien fundamentado, claro.. ¡Muchas gracias!!

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Invitado
17 jul
Obtuvo 5 de 5 estrellas.

¡Cuánto se aprende en esta página! Felicitaciones a la autora.

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Gabriela Borraccetti

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