¿Por qué sufrimos? Una mirada desde el ego, el apego y el camino hacia la paz interior.
- Gabriela Borraccetti
- 21 jun
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 26 jun

El ego: ese suelo que nos contiene (y a veces nos encierra)
En la imagen que acompaña este artículo, se puede ver a un grupo de personas paradas sobre una plataforma de vidrio, suspendida en el aire, sostenida por una estructura metálica reforzada. Aunque el suelo es transparente, está diseñado para no quebrarse salvo por un impacto colosal. Aun así, la mayoría de las personas se apoya en los bordes opacos, evitando mirar el vacío. Prefieren estar sobre la parte que da la sensación de estabilidad, que delimita el espacio visible y reconocible, la frontera segura entre “yo” y “el abismo de la no forma”.
Ese límite es el ego.
El ego nos identifica como seres individuales, nos separa del resto, y nos protege de desintegrarnos psíquicamente. Es, al mismo tiempo, un refugio y una prisión. Nos dice: “estás bien, estás a salvo, eres tú”. Y nos hace creer que romper ese puente de cristal sería peligroso, o directamente fatal. Esa supuesta seguridad está anclada a nuestro nombre, a nuestros bienes, a nuestro linaje, a nuestro país, a nuestro cuerpo, a la imagen que vemos en el espejo. Nos da un marco donde apoyarnos, y nos salva del vértigo del “no ser”.
Pero también nos impide ir más allá.
Todo lo que hoy parece estable, cambiará. El cuerpo se debilita, la piel se arruga, las casas envejecen, los vínculos mutan. Y aunque nos esforcemos en mantener o maquillar todo eso, lo real es que nada permanece igual. Negar esa verdad es una de las grandes causas del sufrimiento.
Ahora bien, ¿te imaginás cómo se sentiría si, de pronto, desapareciera esa plataforma bajo tus pies? ¿Si también se desvaneciera la baranda que te contiene? Solo pensarlo genera una mezcla de pánico y desconcierto. La pérdida de nuestras referencias espaciales y temporales nos sumerge en el caos: nos cuesta pensar, decidir, actuar. Sin embargo, si nos aferramos con fuerza al ego, tampoco podremos acceder nunca a una visión más amplia ni liberarnos del dolor que ese mismo apego genera.
¿Por qué sufrimos?
Porque creemos que la felicidad es acumular premios, fama, poder, reconocimiento, cosas. Nos programaron para correr tras esas metas. Y el ego, feliz de tomar ese guion, nos hace desear más y más. Tener un tipo de cuerpo, de casa, de auto, de vida. Pero, ¿alguna vez pensaste por qué hay personas que, aún teniendo todo eso, nunca se sienten satisfechas?
La respuesta es simple: temen que, si su estructura se desmorona, también lo harán ellos. Por eso siguen alimentando su ego con cosas que creen que les darán poder, eternidad o, al menos, una forma de no pensar en la impermanencia.
El consumo –ya sea de objetos, de experiencias o incluso de entretenimiento– cumple una función: distraernos del abismo. Nos da la ilusión de que nada va a cambiar. Pero esa ilusión es tan frágil como una joya de fantasía. Y el ego lo sabe. Por eso se niega a ver, a pensar, a sentir. Pero la vida siempre encuentra alguna fisura por donde se cuela la verdad, y con ella, la incomodidad o el dolor.
La trampa de los guiones ajenos
El ego busca cumplir el mandato de “ser alguien”, de alcanzar la cima, de recibir aplausos. Y si no lo logramos, nos hace sentir defectuosos. Así, vivimos en una constante insatisfacción, deseando algo que –por ese mismo camino– jamás encontraremos.
Renunciar al deseo no significa resignarse. Significa dejar de pelear con la realidad. Si hoy tenemos limones, hagamos limonada. Y agradezcamos. Ahí empieza la paz.
Pero para eso, el ego tiene que morir un poco. Tiene que dejar de creer que si el universo no conspira a nuestro favor es porque no valemos. Hay ideas que parecen “espirituales” pero que, en realidad, refuerzan el narcisismo: nos hacen creer que si no logramos todo lo que soñamos, es porque hicimos algo mal. Es otra forma de alimentar al ego, de buscar agua en el desierto.
¿Cuánto pesa tu ego?
Todos lo tenemos. El problema es su grosor, su densidad. Cuando creemos que ser felices es tener cosas o aprobación, estamos empobreciendo nuestra parte más esencial. El ego crece al ritmo del mercado: más desigualdad, más frustración, más mentira. Y cuanto más se fortalece, más difícil es conectarnos con quienes realmente somos.
Incluso admiramos, en silencio, a quienes tienen un ego enorme, aunque hagan daño. Porque creemos que el egoísmo es poder. Y así terminamos dudando de nuestra bondad, de nuestra sensibilidad, de nuestra forma de ser.
El lenguaje de la vida emocional se ha vuelto contable: gestionamos emociones, hacemos balances, firmamos contratos prenupciales. Como si el amor y la confianza pudieran dividirse en porcentajes. No es raro que muchas personas encuentren más seguridad en un banco que en un vínculo humano.
El ego consume espiritualidad
Compramos sahumerios, hacemos cursos, vamos a retiros, pero después abrimos las redes y medimos nuestro valor por cuántos likes recibimos. Convertimos la búsqueda espiritual en un nuevo objeto de consumo. Y eso es muy triste.
El ego busca tener. El alma busca paz. Y la paz no depende de un celular nuevo ni de unas vacaciones soñadas. Está donde estás. Siempre es gratis. (Aunque, a veces, llegar a ella requiera pagar algunas sesiones de terapia).
El budismo enseña que el apego genera sufrimiento. Y no se trata solo de apegarse a objetos, sino también a ideas, personas, ideologías, expectativas. Todo cambia. Nada es eterno. Ni siquiera nosotros. Y tal vez, por suerte. Lo más inmutable es un ataúd.

Más allá del ego
Mucho de lo que llamamos locura, en realidad, es la pérdida abrupta de los límites del ego. Quedamos sin defensas, expuestos, desbordados. Pero si ese proceso se hace con conciencia, puede ser liberador. Como la oruga que rompe su capullo y se convierte en mariposa.
El ego es el capullo. El espíritu, la mariposa.
Ojalá puedas observar en cuántas cosas interfiere tu ego. Cuando no te ves bien, cuando te sentís poca cosa, cuando esperás reconocimiento externo para sentir que valés. En esas pequeñas frustraciones cotidianas está el síntoma de un ego hambriento que busca donde no hay.
La verdadera felicidad no está en lo que tenés, ni en lo que lográs. Está en lo que sos cuando aceptás la realidad, cuando dejás de discutir con ella. Cuando elegís la paz.
La felicidad no está en lo que tenemos, ni en lo que aparentamos. Está en poder elegir la paz por encima del deseo constante, del ruido del reconocimiento, de la sed de tener. Cada vez que soltamos una expectativa, el ego se vuelve más liviano, y el alma respira. Y entonces, por un instante, podemos sentirnos verdaderamente libres.
Recordalo: no sos lo que poseés, ni lo que los demás ven. Sos mucho más. Sos eso que queda cuando aceptás, cuando agradecés y cuando elegís vivir con más verdad que brillo
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